(Basado en un relato clásico de la India)
Era el día que todos los ciudadanos del reino de Ayodhya habían anhelado. Después de catorce años de exilio, y una guerra feroz contra Rávana, el rey demonio de diez cabezas, el Señor Rama y Sita habían vuelto a casa.
Su llegada fue recibida con gran júbilo. Hombres, mujeres y niños se alineaban en las calles de la ciudad ejército de monos que había luchado tan valientemente en su nombre. Uno por uno, el Señor Rama llamó a los monos al frente, obsequiándoles regalos de oro y joyas como muestra de su gratitud. Cada mono aceptaba este prasad ahuecando las manos.
Finalmente, todos los monos habían recibido un regalo. Todos excepto uno. Durante todo el evento un mono se había mantenido a un lado humildemente, con las manos juntas y la cabeza inclinada en reverencia. Los ojos del Señor Rama destellaron al observar a su devoto sirviente.
—Hánuman —dijo con suavidad. En un instante, Hánuman estaba a los pies del Señor Rama.
—¿Sí, mi señor? —preguntó
—¿Qué regalo podrá nunca expresar mi gratitud por todo lo que has hecho por mí? —preguntó el Señor Rama.
—Mi Señor, tú eres mi Guru—replicó Hánuman con una sonrisa—. Servirte es el regalo más grande de todos.
El Señor Rama se volvió hacia su esposa, quien miraba a Hánuman con mucho amor. Ella sostenía aún el collar de perlas en sus manos. El Señor Rama sonrió, asintiendo, al comprender lo que ella quería hacer. Con un ademán hacia el collar, dijo:
—Amadísima Sita, vamos a dárselo a quien mejor encarna las cualidades de un héroe: alguien que es valeroso, y sin embargo, humilde; decidido, con devoción inquebrantable; diestro en la acción, y que posee un corazón puro, sabiduría verdadera y el poder del discernimiento. Sita no dudó. Acercándose a Hánuman, le colocó el collar en el cuello.
—Hánuman —le dijo—, por favor acepta este regalo como una muestra de nuestra gratitud. Hánuman inclinó humildemente la cabeza. Luego juntó el collar en una mano y comenzó a mirarlo muy de cerca. Todo el mundo podía apreciar que el collar era exquisito, cada perla era perfectamente lisa, y brillaba con el fulgor de los rayos de luna.
Hánuman tomó una sola perla entre sus dedos, y la alzó sosteniéndola en la luz, haciéndola girar lentamente, como si buscara algo. Con gran cuidado, se colocó la perla entre los dientes… ¡y la partió a la mitad! Toda la sala hizo una exclamación de asombro. Mirando dentro de la perla sin encontrar nada allí, Hánuman apartó las dos mitades y fijó su atención en la siguiente perla del collar. El Señor Rama observaba con una sonrisa, mientras Hánuman mordía, una por una, cada perla, partiéndola en dos, hasta que no quedó ninguna intacta.
—¡Hánuman! —gritó Vibhíshana— ¿Qué has hecho? La reina Sita te honra con un regalo tan precioso y ¡mira como lo has arruinado! ¡Cómo pudiste hacer semejante cosa?
—Tú no entiendes, Vibhíshana —dijo él—. Yo estaba buscando al Señor Rama. —Y extendió los restos del collar a Vibhíshana para que viera
— No pude encontrar la imagen ni el nombre ni el perfume del Señor Rama en ninguna de estas perlas. ¿De qué me sirven si no contienen a mi Amado? Vibhíshana, incrédulo, negó lentamente con la cabeza.
—¿Crees tú que este collar es inútil solo porque no contiene el nombre o la imagen del Señor Rama? Hánuman asintió. —¿Y qué pasa con tu cuerpo? Si tu cuerpo no contiene al Señor Rama, ¿es inútil también? Ante esto, los ojos de Hánuman brillaron de amor:
—¡Mira! —gritó, y llevándose las manos al pecho, sin arredrarse, lo desgarró abriéndolo— Miren dentro por ustedes mismos. Allí, dentro del corazón de Hánuman, estaban sentados el Señor Rama y Sita. Y en todo el pecho de Hánuman, a través de cada hueso y cada fibra muscular, el nombre del Señor Rama estaba escrito. Quienes miraban se quedaron azorados. El nombre del Señor Rama no solo podía verse claramente sino que también podía escucharse.
El nombre divino, Rama, Rama, Rama, salía de cada parte de Hánuman, resonando en toda la sala del palacio y subía hasta los cielos, llenando el mundo con su dulzura.
Lleno de amor y compasión, el Señor Rama se acercó a Hánuman. Con sus manos cerró el pecho de Hánuman y lo envolvió en un abrazo que curó su herida por completo.
—Hánuman —dijo—cualquier cosa que desees, dila y te la concederé con todo mi corazón. Hánuman no dudó siquiera:
—Todo lo que deseo es una devoción constante hacia ti, mi Señor. Que te ame y te sirva con cada partícula de mi ser, hoy y para siempre. El Señor Rama asintió:
—Entonces, así será, querido Hánuman. Una amplia sonrisa, radiante como el amanecer, se extendió por la cara de Hánuman. Inclinó la cabeza en gratitud.
Para entonces, todos los presentes habían comprendido la verdadera profundidad de la devoción de Hánuman por su amado Señor Rama. Por medio del enfocado servicio de Hánuman, el Señor había tomado residencia en su corazón, impregnando todo su ser.