Nadie está equivocado – Eckhart Tolle

A nivel colectivo, la idea de que “Tenemos la razón y los otros están equivocados” está arraigada profundamente, en particular en aquellas zonas del mundo donde el conflicto entre las naciones, las razas, las tribus, las religiones o las ideologías viene desde tiempo atrás, es extremo y endémico.

Las dos partes del conflicto están igualmente identificadas con su propio punto de vista, su propio relato, es decir, identificadas con el pensamiento. Ambas son igualmente incapaces de ver que puede haber otro punto de vista, otra historia de igual validez.

Ambas partes se creen poseedoras de la verdad. Las dos se consideran víctimas y ven en la “otra” la encarnación del mal. Y como han conceptualizado y deshumanizado a la otra parte al considerarla enemiga, pueden infligir toda clase de violencia recíproca, sin sentir su humanidad y su sufrimiento. Quedan atrapadas en una espiral demente de acción y reacción, castigo y retaliación.

Es obvio entonces que el ego, en su aspecto colectivo del “nosotros” contra “ellos” es todavía más demente que el “yo”, el ego individual, si bien el mecanismo es el mismo.

La mayor parte de la violencia que los seres humanos nos hemos infligido a nosotros mismos no ha sido producto de los delincuentes ni de los locos, sino de los ciudadanos normales y respetables que están al servicio del ego colectivo.

Podemos llegar incluso a decir que, en este planeta, “normal” es sinónimo de demente. ¿Cuál es la raíz de esa locura? La identificación total con el pensamiento y la emoción, es decir, con el ego.

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La Guerra es una forma de pensar.

La codicia, el egoísmo, la explotación, la crueldad y la violencia continúan reinando en este planeta. Cuando no los reconocemos como manifestaciones individuales y colectivas de una disfunción de base o de una enfermedad mental, caemos en el error de personalizarlos. Construimos una identidad conceptual para un individuo o un grupo y decimos: “Así es como es. Así es como son”.

Cuando confundimos el ego que percibimos en otros con su identidad, es porque nuestro propio ego utiliza esta percepción errada para fortalecerse considerando que tiene la razón y, por ende, es superior, y reacciona con indignación, condenación o hasta ira contra el supuesto enemigo.

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La urgencia de la transformación

Cuando una forma individual de vida —o una especie— se enfrenta a una crisis radical, cuando el antiguo modo de estar en el mundo, de interactuar con los demás y con el reino de la naturaleza ya no funciona, cuando la supervivencia se ve amenazada por problemas que parecen insuperables, o bien muere o se extingue, o bien se alza por encima de las limitaciones de su condición mediante un salto evolutivo.

Se cree que las primeras formas de vida de este planeta evolucionaron en el mar. Cuando todavía no existían animales en tierra firme, el mar estaba ya rebosante de vida. Entonces, en cierto momento, una de las criaturas marinas empezó a aventurarse en la tierra seca. Puede que al principio se arrastrara unos pocos centímetros y después, agotada por el enorme tirón gravitatorio del planeta, regresara al agua, donde la gravedad es casi inexistente y donde podía vivir con mucha más facilidad. Y después lo volvió a intentar, una y otra vez, y al cabo de mucho tiempo se adaptó a vivir en la tierra, le crecieron patas en lugar de aletas, pulmones en lugar de branquias. Parece improbable que una especie se aventure en un ambiente tan ajeno y experimente una transformación evolutiva a menos que se vea obligada a hacerlo por alguna situación de crisis. Puede que una extensa zona de mar quedara aislada del océano principal, y que el agua fuera retrocediendo poco a poco durante miles de años y obligara a los peces a abandonar su hábitat y evolucionar.

Responder a una crisis radical que pone en peligro nuestra supervivencia: ese es ahora el reto al que se enfrenta la humanidad. La disfunción de la mente humana centrada en el ego, reconocida hace ya más de 2.500 años por los antiguos maestros y ahora magnificada por la ciencia y la tecnología, está poniendo en peligro por primera vez la supervivencia del planeta. Hasta hace muy poco, la transformación de la conciencia humana —también planteada por los antiguos maestros— no era más que una posibilidad, reconocida por unos pocos individuos aquí y allá, independientemente de sus marcos culturales o religiosos. No se dio un florecimiento general de la conciencia humana porque todavía no era imperativo.

Una parte importante de la población mundial se dará cuenta muy pronto, si no se ha dado cuenta ya, de que la humanidad se enfrenta a una disyuntiva tajante: evolucionar o morir. Un porcentaje de la humanidad todavía relativamente pequeño, pero en rápido crecimiento, está experimentando ya en su interior la descomposición de los viejos patrones mentales del ego y la emergencia de una nueva dimensión de conciencia.

Lo que está surgiendo ahora no es un nuevo sistema de creencias, una nueva religión, ideología espiritual o mitología. Estamos llegando al final, no solo de las mitologías, sino también de las ideologías y los sistemas de creencias. El cambio va más allá del contenido de tu mente, más allá de tus pensamientos. De hecho, la parte esencial de la nueva conciencia es la trascendencia del pensamiento, la nueva capacidad de elevarse por encima del pensamiento, de hacer realidad una dimensión dentro de ti mismo que es infinitamente más vasta que el pensamiento. Entonces, ya no derivas tu identidad, tu sentido de quién eres, del incesante flujo de pensamiento que en la vieja conciencia creías que eras tú. Qué liberación, darse cuenta de que no somos «esa voz en la cabeza». Pero entonces, ¿quién soy? El que observa eso. La conciencia que es anterior al pensamiento, el espacio en el que tiene lugar el pensamiento (o la emoción, o la percepción sensorial).

El ego no es más que esto; la identificación con la forma, lo que básicamente significa formas de pensamiento. Si el mal tiene alguna realidad —y tiene una realidad relativa, no absoluta—, esta es también su definición: la completa identificación con la forma, formas físicas, formas de pensar, formas emocionales. El resultado es una total inconsciencia de nuestra conexión con el todo, de nuestra unidad intrínseca con todos los «otros» y también con la Fuente. Este olvido es el pecado original, el sufrimiento, el autoengaño. Cuando esta falsa ilusión de ser algo completamente aparte sirve de base y gobierna todo lo que pensamos, decimos y hacemos, ¿qué clase de mundo estamos creando? Para encontrar la respuesta, observa cómo se relacionan los humanos unos con otros, lee un libro de historia o mira los telediarios.

Si las estructuras de la mente humana permanecen inalteradas, siempre acabaremos recreando básicamente el mismo mundo, los mismos males, la misma disfunción.

Un nuevo cielo y una nueva tierra

La inspiración para el título de este libro vino de una profecía de la Biblia que ahora parece más aplicable que en ningún otro momento de la historia humana. Aparece tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, y habla del hundimiento del orden mundial existente y el surgimiento de «un nuevo cielo y una nueva tierra». Aquí tenemos que comprender que el cielo no es un lugar físico, sino que se refiere al reino interior de la conciencia. Este es el significado esotérico de la palabra, y también es el significado que tiene en las enseñanzas de Jesús. La tierra, por su parte, es la manifestación externa con forma, que siempre es un reflejo de lo interior. La conciencia humana colectiva y la vida en nuestro planeta están intrínsecamente conectadas. «Un nuevo cielo» es la emergencia de un estado transformado de la conciencia humana, y «una nueva tierra» es su reflejo en el plano físico. Como la vida humana y la conciencia humana son intrínsecamente una unidad con la vida del planeta, cuando la vieja conciencia se disuelva tendrá que haber trastornos naturales geográficos y climáticos, sincrónicos en muchas partes del planeta, y ya estamos presenciando algunos de ellos.

Eckhart Tolle
(Extracto del libro: Un nuevo mundo, ahora)